Hablamos de una de las pasiones universales. Es más, hablamos de un pecado capital. Eso sí, con una particularidad que lo distingue del resto de pecados: es el único que no produce diversión o placer. Cualquier otro, la gula, la lujuria, incluso la ira en su acción de descarga, tienen su aquel. Pero ¿la envidia? No, no produce gozo.
La felicidad del prójimo me hace sufrir. ¿Puede concebirse algo más horrible?. La envidia no solamente alcanza al bien del otro sino que se vuelve contra el envidioso.
Es “el dolor del bien ajeno” que decía Santo Tomás.
Reconocer sentir envidia es poco menos que reconocerse pobre de espíritu, ruin, mezquino. Una deshonra vamos.
Quizá por estas razones podemos escuchar que se afirma con alegría cuánta envidia hay en el mundo, pero siempre se pone la envidia fuera, en los demás.
La envidia es un ver que hace daño, cargado de amargura (del latín “in-videa” = el que mira mal). Y esa mirada cargada de amargura se dirige a quien está cerca de uno.
Al envidioso no le es posible gozar de lo que ve como valioso en el otro sino que vive la frustración por lo que carece.
La envidia impulsa a querer parecerse al otro pero el esfuerzo por asemejarse equivale a la insatisfacción de ser lo que se es.
Paradoja: con frecuencia lo que impide la envidia son los celos, unos buenos celos en los que se reivindique lo que se tiene. Los celos protegen de la envidia porque, a pesar de desposeerte, hacen sentir el valor de lo que se tiene: sé que siento afecto, que “x” me importa, que le quiero. Con los celos no estoy sin nada aunque pierda lo que tengo y aunque me pierda. Es haber tenido lo que me pone celoso, mientras que en la envidia solo hay carencia.
En la envidia solo soy lo que tú tienes. No soy nada, y me aferro a ti y a lo que tienes para ser algo. Es inútil que me des: no llego a sentir que tengo algo. Todo lo que de mí procede carece de valor. Y me parece una gran injusticia que tú puedas tener mientras yo me siento vacío.
No queremos conocer la envidia propia. No queremos reconocer que en nosotros pueda morar un sentimiento bajo y deshonroso. La envidia no es nuestra compañera. Nosotros, seres civilizados, no experimentamos la envidia. Nosotros, que somos adultos, “personas mayores”, ya no tenemos envidia. Quizás en nuestra infancia, pero ya lo hemos dejado atrás. Esto es al menos lo que gusta creer.
Así, la envidia se puede vincular también con la vergüenza. Qué curioso que ambos sentimientos se relacionan con la mirada. La vergüenza como expresión del miedo a la mirada del otro hacia mí mientras que la envidia habla de la mirada (con inquina) propia dirigida hacia el otro.
La envidia se disfraza o se oculta sobre todo mediante negaciones.
¿Y qué oculta el envidioso? Básicamente tres cosas:
• Su posición inferior.
• El propio sentimiento de envidia.
• La propia carencia, visible en el bien que el envidiado posee.

La envidia se alimenta desde la impotencia del envidioso… por ser el envidiado. Por eso la solución cree verla en la destrucción del envidiado. Busca su destrucción pero no física (eso es más propio del odio) sino de su imagen (aún desaparecido el envidiado, puede perdurar su imagen admirada y eso no se tolera cuando hay envidia). Más que la muerte satisface su caída en desgracia, que quede por debajo del envidioso. Entonces sí, la envidia se disipa y se calma.
Pero la envidia es también un signo de vitalidad. El sentido constructivo de la envidia lo encontramos precisamente en la búsqueda de mantenerse con vida, con la fuerza y energía que se advierte en el deseo insatisfecho. La envidia es el vestigio de deseos infantiles, cierto, pero también la envidia es a veces la única posibilidad que tiene la persona de seguir de encontrar vitalidad.
Es cierto que la envidia amenaza los vínculos personales, pero también lo es que la envidia puede actuar como un regulador de las desigualdades, cuyo objeto es reducir el desequilibrio causado por las diferencias.
Aprender a identificar la envidia propia es un camino para descubrir aquello de lo que uno se siente insatisfecho y ponerse manos a la obra para avanzar en el reto de la mejora personal.

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