No te obligues a ser feliz

Dice R. May en “El hombre en busca de sí mismo” que el hombre contemporáneo vive una época caracterizada por la soledad, el sentimiento de vacío y la ansiedad.
Esto, dicho así para empezar suena terrible. Y es posible que algo de terrible sí que tenga pero tampoco vamos a deprimirnos por ello (o sí, cada uno que reaccione como pueda o sepa).
Religión, tradiciones, educación, ideologías han ido perdiendo el valor que en otras épocas han tenido y esto nos deja enfrentados a un vacío. Y como la sensación es bastante desagradable e incómoda cada cual se las arregla como puede. Hay quien se sumerge en el consumismo acumulando objetos que se supone darán la felicidad, quien cae en el paroxismo del éxito buscando la admiración de los demás, o quien se entrega a distracciones diversas como internet o los videojuegos para evitar así el pensamiento.
Puedo apuntarme al gimnasio, leer lo último en libros de autoayuda, hacerme la depilación láser, ponerme bótox, apostarlo todo a la actitud mental positiva y, a pesar de todo, seguir sintiendo que “algo” no marcha bien, que “algo” falta.
Es lo que pasa cuando nos planteamos como objetivo en la vida algo tan etéreo como “ser feliz”.
P. Bruckner en su libro “La euforia perpetua” afirma cómo la sociedad occidental ha asumido un mandato esencial pero que nos conduce a un callejón sin salida: “¡Hay que ser felices!”
Y añade: “Por deber de ser feliz entiendo esta ideología propia de la segunda mitad del siglo XX que lleva a evaluarlo todo desde el punto de vista del placer y del desagrado, este requerimiento a la euforia que sume en la vergüenza o en el malestar a quienes no lo suscriben”.
Estamos pues ante la felicidad como obligación. “¿Qué quieres que tu hijo sea cuando sea mayor?”; “¿yo?, ¡que sea feliz!” Es raro encontrar respuestas del tipo “que sea una persona íntegra,… o de provecho,… o justa,… o generosa,… o trabajadora,…” Parece que se impone la necesidad de aumentar la cuota de personas felices y autorrealizadas que pueblan el planeta.
Yo puedo plantearme muy seriamente “voy a ser feliz”. Convencido ¿eh? Y a continuación el desconcierto, mirando a mi alrededor, a mí mismo, al cielo, y pensando “y ahora ¿qué tengo que hacer para serlo?” o “¿soy ya feliz?” y si me considero feliz “¿soy lo suficiente?”
Pero la vida se nos complica aún más cuando observamos que los modelos propuestos para ser feliz tienen que ver con ser atractivo, joven, exitoso, rápido en las respuestas, con alto concepto de uno mismo, autosuficiente, sano, disfrutando de la vida (a tope ya que estamos), no rendirse nunca, económicamente solvente, bien musculado y tonificado, bronceado, sexualmente activo (multiorgásmico a ser posible), entusiasta y sobre todo, esto es muy importante, Autorrealizado.
Durante las últimas décadas se ha estimulado la ambición, la conquista de poder y dinero, la independencia, ser joven, el placer, o la belleza. Metas que no tienen nada de negativo en sí mismas siempre y cuando no se trate de convertir la vida en algo que no es. O sea siempre y cuando no se le dé la espalda a la muerte, la vejez, la enfermedad, el fracaso y la derrota.
Como expresa J. A. Marina en “El laberinto sentimental” acerca de la sociedad occidental, ésta “se basa en una continua incitación al deseo”. Queremos algo y además lo queremos ya. Sin respetar el tiempo de las cosas. Todo debe ser fácil y ameno. ¿Aprender inglés? Si es en 30 días mejor que en 31. ¿Superar la muerte de un ser querido? Un par de semanas ya debería ser tiempo suficiente para estar afligido y “dejar de dar la chapa”. ¿Adelgazar? Seguro que hay algún método fácil y rápido para conseguirlo.
Esperar la satisfacción inmediata, poner como objetivo primordial “ser feliz” dejando en segundo plano otros valores como el amor, el compromiso, la generosidad u otros, nos conduce a banalizar la vida.
Al ser humano no le gusta nada lo inevitable ni lo incontrolable. Pero ambas cosas están ahí. Lógicamente no queremos sufrir. Pero eso es una cosa y otra muy distinta creernos que erradicar el dolor y el sufrimiento es posible. Ante el miedo a sufrir podemos optar por vivir adormecidos. El problema está en que cuando adormecemos el dolor también anestesiamos el alma y con ello la capacidad de aprender algo, de convertirnos en alguien. Un alguien en disposición de dar un sentido constructivo a la experiencia.
Es habitual que ante el sufrimiento psicológico muchos nos acercamos a los profesionales de la psique demandando la última técnica psicotrónica o la combinación química definitiva para que el dolor y el malestar desaparezcan. Con frecuencia queremos “La Solución” para tal o cual problema, o malestar, o “defecto”. Como si fuésemos un electrodoméstico que no funciona bien y hay que dar con la solución que lo arregle. “Tengo que cambiar el chip” solemos decir. Pero qué chip ni qué chip. No tenemos “chips”. No somos objetos que haya que arreglar o reprogramar. No hay “La Solución”. Lo que sí existe es reflexión, procesos, caminos a explorar, búsqueda de significados a lo que hacemos, sentimos y fantaseamos, creación de nuevos sentidos, alternativas, introspección. Y con todo ello evolución y desarrollo.
Propongo ser conscientes de que solo nos vamos completando si nos mantenemos en proceso de integrar virtud y limitaciones, vitalidad y desánimo, fantasía y realidad, pérdidas y encuentros, luz y sombra, triunfos y derrotas, aciertos y errores. Conectar con el valor de afrontar el proceso de encontrarse con uno mismo, con el otro y con la vida misma. Y quizás, sin buscarlo directamente, como consecuencia inesperada, la felicidad forme parte de nuestro existir.

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